Desde que me enteré de que estaba embarazada, he estado en una montaña rusa de emociones: a veces, muy contenta; otras veces, un tanto nerviosa. Pero, en medio de ajustes, imprevistos, visitas al doctor y libros de maternidad; el Señor me ha dado la gracia de disfrutar una de las temporadas más hermosas de mi vida.
Me lleno de una sensación indescriptible cuando abrazo a mi esposo y siento a mi pequeña niña moverse dentro de mí. Me siento feliz. Muy feliz. Esperé tanto por esto, y me regocijo al saber que Dios me ha concedido esta pequeña familia. A veces, me gustaría congelar estos sentimientos en una botella y no dejarlos escapar. Quisiera creer que así será la vida por siempre.
Pero, sé que la vida no funciona así.
A pesar de toda la bendición que Dios, en Su grandeza y misericordia, me ha concedido en este tiempo, no me encuentro todavía en un mundo sin llanto y sin dolor. Todavía existo en un lugar donde “a todos les llegan buenos y malos tiempos” (Eclesiastés 9:11).
Hace unas semanas, en uno de esos simples pero significativos momentos de esta etapa de mi vida, de pronto recordé: “Un día, esto también pasará. Este momento no es para siempre”. A simple vista, parece un pensamiento demasiado depresivo, y en parte lo es. Pero, me ayuda en muchas maneras. Los momentos buenos, así como los malos no duran para siempre. Aunque queramos ignorarlo, en este mundo, todo está de paso.
Meditar en esto tiene dos efectos en mí: 1) Me hace querer abrazar cada momento y verdaderamente disfrutarlo porque sé que no es eterno y 2) Refuerza en mí la convicción de hablar y vivir por lo que sí es eterno.
Esos instantes felices y efímeros me recuerdan la importancia de apuntar mi vida y la de otros hacia Cristo. Me hablan de que nuestra existencia en esta Tierra es limitada; por tanto, vale la pena luchar por aquello que no se acaba. No tiene sentido querer aferrarse a los momentos gozosos pero pasajeros. Estos también acabarán. En cambio, vale la pena encomendar sabiamente nuestros días a la única causa que permanece para siempre: Jesús, nuestra firme e inconmovible esperanza.
En los días buenos, Cristo. En mis días malos, Cristo. Él es nuestra única fuente de completa plenitud, en esta vida y en la que viene.


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