Nadie tenga un concepto de sí más alto que el que debe tener,
sino piense de sí mismo con cordura
(Romanos 12:3)
Todos sabemos que las series de televisión y las películas usualmente tienen un protagonista. Lo llamamos el “héroe” (o la heroína, claro). Lo acompañamos por todos lados, lo conocemos bien. Entendemos que es especial por alguna razón: un superpoder, la nobleza de su corazón, un talento excepcional, un terrible pasado, en fin, es diferente a los demás. Destaca entre la multitud y se lleva toda la atención.
Este concepto nos enseña una distinción importante: por un lado, tenemos a los “especiales”, destinados a sobresalir, que sienten y piensan diferente al resto. Y, por el otro lado, tenemos a los “comunes”, el personal de reparto en la historia de la humanidad; sirven más que todo para contar la historia del otro grupo.
Esto nos lo enseña claramente la televisión. Nosotros, por nuestra parte, lo asimilamos bastante bien.
Lo notamos principalmente porque tú y yo nos creemos los protagonistas de este cuento. De hecho, creemos que de eso se trata esta historia: de nosotros. Por lo tanto, ante cualquier situación, la cámara siempre nos enfoca a nosotros.
Cómo pensamos y qué sentimos se convierten en el centro del drama universal. Somos los personajes principales, convivimos con actores de reparto, y les damos a algunos la dicha y el honor de participar como extras en nuestra película.
Soy tan culpable de esto como cualquiera, pero venir al Seminario Teológico de Dallas me ha echado el balde de agua fría que necesitaba para reaccionar un poco. Solo un poco.
Lo pondré en estos términos: de donde yo vengo, mudarse de país para estudiar teología podría considerarse algo poco común. Un tanto diferente. “Especial”, en el buen o el mal sentido, según quieras verlo.
Y, honestamente, sí me sentí especial. Por unos breves instantes, me consideré única y diferente.
Hasta que llegué aquí.
Todos los estudiantes son tan parecidos a mí que a veces me asusta: no solo sus sueños se oyen como los míos, sino que cada uno ha luchado tanto o más que yo por estar aquí. Vienen de todas partes del mundo. Estudian con dedicación y su amor por Dios “quema con la intensidad de mil soles”. Tienen muchísimo talento y hablan de nuestro Padre Celestial con pasión y alegría.
No soy diferente aquí. No me veo distinta a lo demás. En absoluto.
Por supuesto, eso no significa que somos exactamente iguales; me refiero en realidad a que todo por lo que yo me consideraba “especial” o “única”, lo encuentro bastante repetido en aquellos que me rodean actualmente.
No me siento un personaje principal. Soy, y me golpea el orgullo decirlo, “una más”.
En serio, soy una más.
Básicamente, durante estas primeras semanas, he tenido que aprender a estar bien con eso. No soy la única. Las cámaras no están enfocadas en mí. Mi lugar no es el centro del escenario. Soy una más.
Al mismo tiempo, eso me ha hecho pensar en que mi mayor aspiración en la vida no puede consistir en demostrar lo especial que soy, porque no lo soy en verdad. Al menos no en el sentido que Hollywood me enseñó. Vine a este lugar a aprender a hacer un trabajo muy específico, y los miles de estudiantes que me acompañan se encuentran aquí por la misma razón.
Todos somos especiales, y, si recuerdo correctamente a Dash de Los Increíbles, eso solo significa que en realidad ninguno lo es.
Considerarnos protagonistas solo nos hace ignorar a las otras personas que Dios está usando para contar la única historia que en verdad importa: la Suya.
Por tanto, me parece coherente pedirle a nuestro Padre Celestial que nos conceda cada día la gracia de aceptar que somos “uno más”, y que no por eso valemos menos; solo significa que todos valemos.