Nunca he sido muy fanática del fútbol ni de ningún deporte en particular, principalmente porque soy terrible en todos ellos (no lo digo con humildad, en serio soy muy mala).
Sin embargo, hay un grupo de jugadores con los que me he sentido muy identificada estas últimas semanas, especialmente los pocos días que van de 2018: me refiero a aquellos sentados en la banca esperando su turno para jugar.
Me pasa porque veo a las personas más cercanas a mí tomando decisiones radicales como casarse, irse del país, tener hijos, y por un minuto o dos, es como si me quedara al borde del campo de juego viendo cómo otros toman el balón y hacen historia. Soy la espectadora, no la jugadora.
Me he sentido atascada, por decirlo del modo más lindo posible.
Entonces, quisiera salir corriendo. Pasar la franja blanca, interceptar al defensa y jugar como veo que lo hacen los demás, no porque sea lo correcto para mí, sino porque parece que es lo que los protagonistas del partido deben hacer.
Cada vez que escucho que otro amigo se va de Venezuela, me lleno de esa sensación que dice/grita: “debes irte tú también. Todos se van. Lo correcto es irse. Te quedas aquí y te estancas”.
Quizás te pasa cuando otro amigo te dice que se casa, o cuando otro compañero renuncia en tu trabajo. Tal vez lo sientes con ese familiar que no para de viajar o con aquel que consiguió el empleo de tus sueños y la casa por la que tú oras.
Mientras te quedas en la banca. Viendo todo. Esperando tu turno.
Por eso, la noche del 31 de diciembre, mientras aguardábamos la llegada del Año Nuevo, estaba tan desanimada. Sin grandes expectativas para los días porvenir. Nunca había recibido un año de esa manera.
Pero, con el paso de los días, he comenzado a asimilar una verdad diferente, que ha traído paz a mi corazón: el juego que he estado mirando no es el mío. No pertenezco a esta banca. No soy de ese equipo.
Por ahora, participo en una liga diferente. El planteamiento de juego que mi Entrenador Celestial ha diseñado para mí no luce como el de los demás y no tendría por qué. En cambio, hay otro juego en el que sí me corresponde estar, donde Dios quiere que deje el corazón.
Dicho de otro modo, sé que lo correcto para mí en este momento no es tomar mis maletas e irme; quisiera que lo fuera, de verdad, porque suena lógico, porque no quiero ser “la estancada” en mi grupo de amigos; pero el hecho de que ese no sea mi juego justo ahora, no significa que no le dé mi todo a lo que sí se supone que debo hacer: vivir el presente, servir a Dios con plenitud donde me encuentro y amar a quienes están a mi alrededor.
En vez desgastarme viendo el juego que el Entrenador le ha dado a otros, puedo asir con fuerza la jugada que ha puesto delante de mí. No pertenezco a la banca del juego de alguien más. Pertenezco al juego que Dios mismo ha diseñado para mí, con el equipo con el que me corresponde estar ahora.
En los términos más simples, creo que solo trato de decir que no hagamos algo solo porque todos lo hacen, o porque a nuestra edad ya todos lo habían hecho, o porque te han dicho muchas veces que así se debe hacer. A ti y a mí nos corresponde escuchar las instrucciones del Entrenador, y luego dejarlo todo en la cancha. En nuestra cancha. Con nuestra gente. En nuestra liga.