Crisis del cuarto de siglo…
Es el nombre elegante que recibe esa etapa de tus veintitantos en que tu mundo está de cabeza. No sabes bien dónde es arriba y dónde es abajo, y tu capacidad de distinguir entre “correcto” e “incorrecto” es prácticamente inexistente.
Todo lo que alguna vez pareció simple, poco a poco deja de serlo y solo tienes frente a ti una gran montaña de decisiones transcendentales que tomar: me voy o me quedo, continúo o me detengo, hablo o me callo, blanco o negro, sí o no.
Ya no es esa época en que haces lo que tus padres dicen, en que el plan ya está trazado y tú solo sigues la corriente. No. Ahora tú escribes la historia. Heredas la enorme responsabilidad de cumplir los sueños de tu infancia y aquellas metas heroicas que te planteaste en los primeros años de tu juventud.
Debes ser grande. Importante. Inteligente. Triunfar. Resolver. Avanzar.
Solo hay un problema: no tienes idea de cómo lograrlo. Por eso, en el proceso, te replanteas todo lo que siempre habías querido hasta el momento. Cuestionas hasta lo más mínimo. Te comparas con tus padres a tu edad, con tus amigos, con familiares. ¡Tu mente no para!
Sin embargo, no hay excusas. Este es la hora de hacer algo significativo con nuestras vidas y, en serio, lo intentamos con el corazón; pero no tenemos ni idea de cómo se hace eso.
No te miento cuando te digo que casi cada persona que me consigo, de esas que tienen entre 22-26 años, me han dicho de alguna u otra forma que se sienten un poco perdidas, confundidas o muy asustadas; creo que pasa porque estamos atravesando un tiempo de transición, como el de la oruga para convertirse en mariposa: no es una larva y tampoco es un adulto; está atascada justo a la mitad en un proceso que seguramente duele mucho.
Pienso que, un día, cuando estos confusos días queden atrás, veré mis alas, hermosas y llenas de formas y figuras brillantes; pero, justo ahora, me siento en una crisálida, atrapada en un cuerpo extraño con media antena y protuberancias a los lados, incómoda, insegura, incapaz de moverme con libertad, preguntándome si acaso convertirme en mariposa realmente vale la pena.
A veces, en la oscuridad de esta coraza, extraño mis días de oruga, cuando entendía bien lo que era y lo que aspiraba ser. Cuando otros lo entendían también. Cuando lo podía explicar con claridad.
Extraño mi confianza, mi osadía, mis ganas de volar; porque la transición me duele, me cuesta, me desafía, me agota, me llena de dudas, me agobia.
Querer hacer algo importante con mi vida es una cosa, pero transformarte en la clase de persona que lo hará me está costando todo lo que me hacía sentir cómoda y segura.
Escribo para que sepas que, si acaso estás en una crisálida como la mía, no estás solo en este proceso. Tenemos la sublime promesa de que valdrá la pena al final. Duele y quizás durante un tiempo duela incluso más; pero he visto a las mariposas volar y, en serio, ninguna me ha dicho que hubiese preferido quedarse como oruga.


Replica a Natacha Ramos Cancelar la respuesta