Me siento bien, en serio

Hace muchos años, ni siquiera me acuerdo de cuántos, vi un testimonio de sanidad en el programa de televisión del reconocido evangelista Benny Hinn.

En realidad, he visto muy poco de su ministerio, pero eso en particular dejó una huella en mí:

Se trataba de una mujer que tenía cáncer, a la cual, como a muchos de nosotros, le habían enseñado el poder de la confesión positiva, tú sabes: “Dios me sanó”, “no tengo cáncer”, “estoy bien”.

 En una campaña/servicio o algo así, Benny Hinn se encontró con esta mujer, comenzaron a conversar y Dios, sobrenaturalmente, le mostró que ella tenía cáncer, obviamente con el propósito de que hiciera una oración de sanidad, lo cual era lo que nuestro amigo Benny se proponía.

 No recuerdo exactamente qué le dijo, pero la conversación fue más o menos así:

 “Tú tienes cáncer”, dijo Benny. “No, Dios me sanó”, respondió ella.

 “No, tú tienes cáncer”, insistió Benny Hinn.

Entonces, la mujer empezó a llorar descontroladamente porque, efectivamente, tenía cáncer, pero había pasado casi cada segundo repitiéndose a sí misma y a otros que Dios ya la había sanado; no sé si lo hacía porque estaba confiando en el poder de la confesión o porque no quería admitir su enfermedad y lidiar con ella.

De cualquier modo, el mensaje en esa ocasión fue que esta persona no pudo recibir sanidad hasta que finalmente reconoció que estaba enferma.

En mi caso, aunque no estoy físicamente enferma –gracias a Dios–, ese principio me ha ayudado mucho a mí también:

Como cristiana, y especialmente como una que públicamente se ha dado a conocer como tal, he sentido como muchos la presión de que tengo que estar bien, incluso si realmente no lo estoy.

“Todo marcha como debería”, “sí, tengo todo bajo control”, “me siento bien”.

¿Te pasa?

¿Has escuchado la voz preocupada de algunos a tu alrededor que dicen: “no me parece que estás bien”?

¿Qué haces en esos casos? ¿Muestras tu mejor sonrisa e insistes en que “sí, sí lo estás”?

A mí me ha ocurrido. Más de una vez; y creo que sucede por estas 2 razones:

1) No quiero reconocer que hay un problema conmigo, porque no tengo NI idea de cómo resolverlo y, por tanto, prefiero ignorarlo con la esperanza de que se vaya por sí solo.

2) Me niego a admitir ante los demás el punto número 1 (se lee orgullo).

Sin embargo, al igual que en el caso de la mujer de la historia, no puedo recibir sanidad hasta que finalmente admito mi problema.

Eso no significa que se lo debo contar a todo el que me pregunte, claro está; pero al menos debo decírmelo mí misma, a Dios y a una persona de confianza.

Entiendo que es complicado; algunas verdades son muy difíciles de confesar, pero será bueno para ti. Vamos, inténtalo:

“No me siento bien”.

“Tengo dudas respecto a esto”.

“No entiendo lo que me pasa”.

“No veo la salida”.

“Tengo miedo”.

Lo sé. Suena mal. Suena como fracasar. Suena como si no distinguieras arriba de abajo, pero ¡es verdad! Y te debes a ti mismo reconocerlo aunque sea difícil.

Solo cuando traemos el problema a la luz, le damos a Dios espacio para tratar con él.

Ser honesto no siempre es agradable, pero es infinitamente mejor que fingir. El camino hacia la libertad empieza con la verdad, por más dura, fea e incomprensible que esta sea.

Abre tu corazón, reconoce el problema, llámalo por su nombre, míralo directo a los ojos y tráelo a los pies de tu Padre Celestial.

Tus fuerzas son pocas; pero las Suyas, inagotables.

Publicado por Natacha R. Glorvigen

Cristiana. Publicista. Bloguera. Dios me ha cambiado la vida y vivo para contarles a otros que Él puede hacer lo mismo por cualquiera.

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