Recuerdo cuando llegué a Jesús la primera vez.
Confundida. Dudosa. Necesitada.
Completamente dependiente de Él para creer en Su palabra.
Totalmente perdida a menos que me sostuviera.
Sentía que me hundía.
Sin embargo, con el tiempo, fui ganando fuerzas en Él.
Poco a poco. Un día a la vez.
Venciendo gigantes con cada paso hasta que llegó el momento en que no había ninguno de ellos.
¡En Dios los derroté a todos! ¡No tienen ningún poder sobre mí!
«Hola, tierra prometida, hacía mucho que esperaba por ti»
Melissa Helser
Entonces, me creí fuerte.
Me vi y me dije: los he vencido para siempre. Ya no soy débil.
Inconscientemente, me convencí de que ya no necesitaba a Dios para luchar mis batallas. “Ahora yo puedo sola”, concluí. Ya aprendí. Ya lo sé hacer.
Conozco las escrituras. Manejo todos los métodos. Soy fuerte ahora.
¿No nos pasa a todos eso alguna vez?
Llegamos a Dios cansados, cargados, agotados; bebemos de Él, renovamos nuestras fuerzas y cuando nos sentimos mejor, sentimos que ya no nos hace falta.
“Gracias, Jesús”, le decimos, “nosotros podemos manejarlo desde aquí”.
Hasta que nos damos cuenta de que no, no podemos.
De vez en cuando, Dios nos permite atravesar valles que creíamos superados para que nos demos cuenta de que es Su gracia y no nuestras fuerzas la que nos ha sostenido hasta ahora.
Sin Dios, regresaría en dos pasos al lugar al que estaba antes. Voluntariamente.
No soy diferente a la jovencita que se consiguió hace 10 años con Jesús.
Soy la misma: confundida, dudosa, necesitada.
Totalmente perdida a menos que me sostenga.
Ayúdame, Jesús.
No podría manejarlo desde aquí ni aunque supiera cómo.
Nunca seré tan espiritualmente madura como para ya no estar desesperada por la gracia que procede de Él.
Me creí fuerte. Me creí inteligente. Me creí invencible.
Y me fallé.
Todo para aprenderlo otra vez: “yo no puedo. Yo nunca he podido. Dios puede”.
Respiro profundo y entonces le digo: “Abba, me fui sin darme cuenta porque creí que ya no te necesitaba. Me equivoqué. Pensé que no había forma de que volviera atrás, pero me di cuenta de que es mi destino inevitable a menos que Tú me sostengas. Estoy agotada. Vine a descansar”.
Él abre Sus abrazos y me deja.
Entonces, con voz de amor me susurra al oído: “Te estaba esperando, pequeña”.
Waw! Qué loco «leer» lo que me ocurrió! Descubrir que obviamente no fui a la única a quien le sucedio… y finalmente comprender: no fallaste Vos, no es que lo hiciste mal, fui yo la que se creyó suficiente y te soltó la Mano. Vuelvo… cansada, agotada…quiero descansar.
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Sí! Es buenísimo saber que no somos los únicos atravesando una situación.
Y la buena noticia en todo esto es que Él nunca nos soltó 😉 ¡Te mando un abrazo enorme!
Me gustaMe gusta