“Vive y deja vivir” tiene que estar en la lista de misiones imposibles en el mundo. Es muy difícil. Especialmente cuando una persona que amas está punto de hacer algo que le traerá dolor.
¿Cómo puedes ver a alguien que te importa tomar decisiones equivocadas y no hacer nada?
Tú tienes que salvarlo.
“Vas a sufrir”, adviertes, “hazme caso, esto no te conviene”.
Suenan como palabras necias y caen en oídos sordos.
No quiere escucharte.
Esa es, sin duda, una de las más tristes condiciones humanas: tener la plena certeza de que esto no acabará bien para el otro y no tener las palabras para hacérselo entender.
“Lo digo por tu bien”, razonas.
“Ahora no lo comprendes, pero confía en mí”, pides.
Nada.
No entran balas.
La consecuencia natural es que antes de que esa persona sufra, tú sufres. Te duele lo que le va a doler. Te lastima que esté a punto de lastimarse irremediablemente.
“Un día me escucharás”, piensas, “pero, para ese entonces, tendrás las esperanzas frustradas y el corazón roto”.
Entonces, el primer corazón que se rompe es el tuyo.
Dios entiende esa posición en que te encuentras. La ha vivido contigo antes. Sí, confieso que conmigo también.
Nuestro Padre Celestial trata de llevarnos por caminos rectos, pero si voluntariamente escogemos los opuestos, Él no nos obliga a abandonarlos.
Él vive y nos deja vivir hasta que escojamos compartir esa vida a Su lado.
Con paciencia espera ese glorioso día en que nos entreguemos a Su amor, aunque lo que tengamos para ofrecer ya no sea tan bueno. Lo aceptará y sacará belleza de las cenizas.
Dale esa misma libertad a quienes amas. Hay tiempo para hablar e intentar persuadir; así como tiempo para no insistir y dejar ir, siempre con el anhelo de que un día Dios hará por ellos lo mismo que ha estado dispuesto a hacer por nosotros: esperar y, luego, sanar.
Natacha R. Glorvigen 